Mientras Argentina celebra su cercanía con Washington, desde Beijing llegan señales de impaciencia. Diplomáticos chinos han deslizado en reuniones privadas con cámaras exportadoras argentinas su malestar por el congelamiento de obras de infraestructura financiadas por China (como las represas de Santa Cruz) y el rechazo al ingreso a los BRICS. La advertencia es sutil pero letal: China podría “revisar” sus compras de soja y carne argentina, priorizando a Brasil como proveedor estratégico si no hay gestos de reciprocidad.
Para la economía real argentina, China es insustituible. Es el destino de gran parte de la cosecha que genera los dólares genuinos del país. El Gobierno de Milei se encuentra ante un dilema de hierro: su corazón ideológico está en Occidente, pero la billetera comercial está en Oriente. La estrategia de la Cancillería es intentar separar los negocios de la política, una maniobra de equilibrio que se vuelve cada vez más difícil en un mundo fragmentado.
El sector agroexportador está en alerta. Una represalia comercial china (como barreras fitosanitarias repentinas) sería un golpe directo a la línea de flotación del superávit comercial de 2026. Los empresarios presionan para que el Gobierno modere su retórica anti-comunista en los foros internacionales o, al menos, mantenga el pragmatismo en las relaciones bilaterales.
El reciente interés de empresas chinas en el RIGI para invertir en litio es la carta que juega Argentina para mantener el vínculo vivo. “Le damos el litio, ustedes compren la soja”, parece ser el trato tácito. Pero Beijing exige también participación en licitaciones de tecnología (5G) y obras públicas, áreas donde EE.UU. ha puesto el veto.
La “Guerra Fría” del siglo XXI se juega en las pampas y en los salares argentinos. La muñeca política de la Cancillería será puesta a prueba en los próximos meses para no chocar la calesita comercial.
