Turismo y Cultura

“EL GALLEGO”

Un cuento de Mariano Manzanel

Baúl abierto de falcón celeste. Me pasé una pierna para atrás y la agarré por los cordones. Me pasé la otra. Me puse con eso pero igual me llamó la atención. Todos mis compañeros estaban ahí revoleando el cuello y codeándose para ganarse un lugar. Algunos se empujaban y se puteaban. Me acerqué como trotando para volver, para ir y volver. Pero fui allá para quedarme. Alcancé a ver sobre el piso del baúl  un papel estirado bastante ancho, y en él un montón de facturas manoseadas, a esta altura, por todos nosotros.

El Gallego repartía facturas. Casi todos los días, pero yo ni me daba cuenta, ni sé por qué. Con razón iban todos para un lado al final del entrenamiento cuando antes iban para otro. Después me di cuenta de que la cosa se había hecho rutina. Yo también me fui metiendo entre los pibes para manotear alguna. Ya nadie se iba para el otro lado.

El hijo del Gallego era uno de los arqueros de nuestra categoría y como para ser parte del grupo del baúl él también se manoteaba alguna medialuna. Pero de las incomibles, de las de sin azúcar. Recién ahí nos enteramos que no se llamaba Flaco, sino Alejandro. Era flaco, sin dudas, también alto, medio desgarbado y recontra callado. Tenía un tic con el costado de la boca. Se reía así, como sin querer. Y desde ese momento, por milagro de las facturas, el hijo del gallego también quedó como gallego y a otra cosa.

Una mañana, al final de la práctica y mientras los demás corrían hacia el Falcon, el gallego, sentado contra un palo de uno de los arcos, parecía triste. De lejos, y con el buzo naranja que no se lo sacaba ni para bañarse, así que capaz que me equivocaba y me acerqué.

–¿Qué te pasa Gallego? –arranqué. Así, con cuidado. Porque entre que no hablaba, capaz que lo dejaba mudo por un mes. Este se cerraba lindo.

–Nada… No me pasa.

–Dale, boludo. Mirá la cara de orto que tenés. ¿Te peleaste con alguien? ¿Te dejó tu marido de vestuario?

–No –y se rió–, no me peleé con nadie… –y no me siguió la joda. Tragó saliva y sacudió la cabeza y miró para abajo–. Con quién me voy a pelear…

–Dale, Gallego, contame… No te hagas. Ya estamos como para cruzar unas palabras. No te digo que somos amigos, pero…

–El forro ese no me citó para el domingo –me dijo, para mi sorpresa, y apenas levantando la mirada mientras arrancaba el poco pasto que había al lado del arco con los ojos llenos de bronca. Nunca lo había escuchado putear. Ni siquiera una oración completa de más de cuatro palabras

–Gallego, no te calentés. Matate en cada entrenamiento, demostrale al técnico que querés jugar y te vas a ganar un lugar. Haceme caso, en una de esas el próximo domingo… –le dije. Un poco mintiéndole. La verdad que mintiéndole. Completamente.

–El próximo domingo, claro. Fácil para vos que jugás siempre –me devolvió levantándose del piso y sacándose los guantes. El olor a podrido que tenían sus manos, la puta madre.

Cuatro o cinco semanas después –a eso le sumamos una de suspensión por lluvia– lo citaron por primera vez. Fue todo un avance. Nadie se dio cuenta, igual. Yo sí pero porque me daba miedo que se volviera loco. Era el único que faltaba y el que más tiempo tenía, capaz. Le tocó alternar con otro compañero. De ahí en más, un domingo cada uno: en el banco, por supuesto. Suplente de Sebastián, el inamovible arquero titular. A Sebastián no le movía un pelo quién estuviera en el banco. De hecho, de todos los partidos que el gallego calentó el banco, Sebastián se le acercó una sola vez y para pedirle agua y que le fuera a buscar los botines al vestuario. Y lo más doloroso de eso es que le dijo Flaco. Hacía un montón que nadie le decía así. Desde lo de las medialunas, por lo menos.

Si había algo que tenía y me gustaba del gallego, era su disciplina para entrenar. El tipo ahí estaba, firme, siempre: daba igual si caían piedras o si el sol secaba los campos. El gallego se plantaba. Corriendo o practicando saltos, solo o acompañado. Entrenaba con intensidad de verdad. Y jamás, nunca desde que fui compañero suyo, faltó a una práctica.

–Pa, viste lo que entrena el Gallego –le dije una vuelta a mi viejo que solamente me seguía a mí desde el tablón–. Es una máquina el loco, ¿no?

–Si, Pola. Y está muy bien. Además se le nota que es de buena madera, como el viejo.

–Trae unas facturas de aquellas, riquísimas –le digo, y ahí me doy cuenta de que me sale medio irónico. No sé por qué. Yo lo valoraba mucho al gallego. Creo que las facturas en realidad no lo ayudaban mucho. Pero qué sé yo.

–Todo muy lindo –me paró el viejo–: buen pibe, buena madera, ricas facturas… pero las que van afuera las mete todas –se despachó mi viejo, y se estiró una ojera con el dedo hábil.

Era la verdad. Abajo de los tres palos, al Gallego le dolía la vida. Le costaba moverse. Era como pesado. Y afuera de los tres palos no descolgaba un centro ni por amenaza de bomba. Había que poner a un tipo en el primer palo, a otro en el segundo y a otro para levantarlo al gallego en caso de que el centro fuera un poco alto. Cada córner era un sufrimiento para todos. Pero tenía un as en la manga.

Atajaba penales. Atajaba penales como un hijo de puta. Pero nadie lo sabía. O no al menos los que tenían que saberlo. Porque nadie lo entrenaba para eso.

En una pretemporada en Mar Del Plata, creo que teníamos edad de quinta o cuarta, nos quedamos todos los días después de los entrenamientos. Yo, el día antes del partido, practiqué más tiros libres. Otro compañero que se sumó después lo fusiló de cerca. Terminamos pateando penales. Y el Gallego se agrandó.

–Si te lo atajo, pagás la coca– me dijo.

–Dale… Dale, si querés te lo pateo de zurda –lo desafié.

–Te lo atajo, olvídate. Pateá con la derecha, cagón.

Y se la piqué y la pelota rozó apenas el travesaño y entró mansita, mientras el Gallego, con los ojos bien abiertos, la miraba entrar.

El Sol se había escondido detrás de ese mismo arco. El viento de la costa comenzaba a sentirse y traía una mezcla de olor a pescado y a malla mojada. Así que nos fuimos al vestuario entre risas y cargadas.

–Te tiene de hijo éste, Gallego… – le soltó el Topo.

–Y vos que te metés pelotudo –devolvió enojado–. A tu hermana le voy a hacer un hijo…

Nos fuimos a bañar. A cenar y a dormir. En todo momento me quedé pensando que nunca había visto a un arquero calentarse tanto por no atajar un penal. Había visto a delanteros quedarse medio ciegos de mirar para abajo después de pifiar uno. Pero… ¿el arquero? Nunca en mi vida.

Después de la pretemporada, lógicamente empezó el campeonato y el Gallego se afianzó como arquero suplente de la cuarta. Yo lo veía mejor. Yo sólo, aparentemente, porque para los dirigentes, para mis compañeros y para los padres, no. Todos, absolutamente todos ellos, lo veían como el futuro eterno suplente. Eso sí: siempre y cuando el padre traiga facturas. Es más, algunos mal pensados, sospechaban que a Diego Quintana, el tercer arquero, ya lo habían dejado libre porque el Gallego padre traía facturas. Y aseguraba que la única diferencia entre ellos dos era esa. Y siguió. Contó que una vez vio al Gallego darle un paquete grande al técnico. Entonces la única ventaja era esa, la del Falcon estacionado detrás de un arco. Y si ya el Galleguito la tenía complicada, se le complicó más todavía cuando el Gallego padre falleció.

El Topo sugirió, en pleno velatorio, que ahora sí que el galle no iba a pisar la cancha nunca más. Yo lo separé un poco para que no se haga chisme esa huevada y le dije que no, que no podía ser así, que el gallego se había roto la espalda cada día, igual que nosotros, que se ganó la oportunidad laburando desde adentro.

–Que se la va a ganar de adentro. Adentro… justamente adentro, le entran todas las pelotas.  Ahora que no trae más facturas, vamos a ver.

–El Gallego mejoró, Topo. Sos hijo de puta, eso ya lo sé, pero no te pases. Vos no lo querés ver porque sos amigo de Seba. Pero dejalo en paz al gallego. Es buen pibe. A Seba lo vas a ver jugar en primera. Capaz que vos también. Pero no te gastes en joder al gallego. Se le murió el viejo, pedazo de mierda.

–Dejá de hablar boludeces, Polaco, yo te estoy hablando de otra cosa…

–Vos dejá de hablar boludeces. Se le murió el viejo. Andá adentro y fíjate. Hay una caja con un tipo. Ese es el viejo. Miralo. Vas a ver que no está dormido y que si le hablás no te contesta –lo apuré. Porque la verdad estaba por ahí: pleno velatorio y este forro preocupado por su amiguito en el arco. Que, para colmo, nunca había perdido.

Sin embargo, velatorio o no, era cierto. El topo algo de razón, como mi viejo, tenía. Yo no quería ver lo que veían los demás. No obstante, también era cierto que el Gallego había mejorado. La constancia y el trabajo no habían sido en vano. Su carácter, de hecho, también había mejorado. Pero bueno. El mito de las facturas, por raro, había crecido más que él. Más que cualquiera de nosotros. Hasta creo, incluso, que lo de las facturas lo había perjudicado más de lo que lo había ayudado.

Al otro día, tomando mate con mi viejo, lo vi callado. Caminaba por la casa y cuando anda así es porque me quiere decir algo y no se anima. Y puede estar una semana así, a no ser que le pregunte.

–¿Qué pasa, pa? No me asustes…

–El Gallego –me dice, a secas.

–¿Qué pasa con el Gallego?

–Lo van a dejar libre.

–Qué decís… Si el Domingo juega en tercera y de titular, para colmo. Y Seba, que todos se comen que es Navarro Montoya, más o menos, baja a cuarta. No sabías, ¿no?

–Justamente– me dijo mi viejo y arrancó a contarme.

La idea de los dirigentes era quemarlo. No había atajado nunca de titular en cuarta y, de repente, aparecía en tercera y de titular. Con la cancha llena de gente. Eso era prenderlo fuego, literalmente. Que se coma cinco goles. Tendrían la excusa perfecta para sacárselo de encima. Se come una goleada y lo dejan libre.

Nos fuimos cada uno por su lado, a caminar la casa a solas y en silencio. Él sabía que me ponía triste por el gallego. Pero él también estaba mal por eso. Más allá de mí. Había algo que se cerraba con el gallego. Algo de deporte que pasaba a negocio.

El domingo hacía calor en serio. Más de treinta grados. Adentro de la cancha, algunos más. Como yo estaba suspendido, antes de subir a la platea pasé por el vestuario a saludar a mis compañeros. El gallego tenía un pie arriba del banco y se estaba  vendando. Me acerqué.

–Gaita, si no te vendás bien a los quince del primer tiempo terminás con ampollas –le dije, agachándome y pasándole un brazo por el hombro.

Lo sentí temblar. La puta madre, pensé, pero me hice el boludo. Me miró y le guiñé un ojo. Lo palmeé y salí. Aún afuera del vestuario, sentía la mirada intranquila e insegura  del Gallego.

Cuando salieron a la cancha, el Gallego se paró abajo del travesaño, sobre la raya. Lo miré. El buzo le quedaba grande. El arco también. Miró hacia el cielo. Y se quedó ahí, unos minutos, cómo queriendo contarle al padre: “Mirá adónde llegué viejo. Nadie creía en mí. Y vos sí, viejo. Vos sí”. Pensé que le decía eso y pensé en gritarle. ”Y yo también, Gallego”.

En el primer tiempo Arsenal habrá pateado dos veces al arco, como mucho. Y un par de centros que el Gallego, si bien yo lo notaba nervioso, resolvió sin problemas. Todo un milagro.

El segundo tiempo, más de lo mismo. Hasta que un centro largo cae dentro del área del Gallego, y Darío… Darío querido, el primer marcador central, saltó con un contrario, pero con la mano tan extendida, que al árbitro no le dejó ni el margen de la duda. Levantó la mano como para tocar a San Pedro. “Después del penal que acabás de hacer al que tienen que limpiar es a vos, Darío”, pensé en silencio.

Miré al Gallego. Se movía y se movía de un palo a otro, como hacía en los entrenamientos, después de hora. Me froté las manos sudadas en el pantalón. Uno de nuestros defensores se le acercó al Gallego y le dijo algo al oído. El Gallego pareció no escucharlo.

Volvió a mirar el cielo. Abría los brazos y se golpeaba las palmas una y otra vez.

El jugador tomó carrera. Y cuando remató, por fin, sentí un gran silencio. Entré en un túnel. Todo me pasó como en cámara lenta. Y vi la pelota y al Gallego que iban hacia el mismo lugar. La redonda dio en el palo y salió en diagonal para el centro del área. Y le quedó servida al nueve, justo al nueve, carajo, que venía  forcejeando con uno de los nuestros para llegar al rebote. Un plateísta se paró de golpe y me tapó la visual. Cuando me corrí, pude ver el pie abierto del nueve, la cara interna de botín pegándole suave. Y vi, también, al Gallego, recuperado, volar de palo a palo y rozar la bocha, apenas, y que diera en el palo y se vaya al córner.

Apreté los puños y sentí un escalofrío. Miré para arriba como volando con un suspiro, cerca de las cabinas. Expiré y volví a mirar. Algunos dirigentes se reían y aplaudían. El Gallego hizo señas al cielo con los índices escondidos en sus guantes. Tragué saliva.

Detrás de ese mismo arco, escondida después de la tribuna, estaba la cancha auxiliar. Ahí se estaba jugando el partido de la cuarta. Se oían gritos de goles lejanos. Eran los goles de Arsenal, donde estaba atajando Sebastián.

Mientras tanto, el Gallego, con una mano tenía la pelota y con la otra le pedía a los defensores que salgan del fondo. Les habló todo el partido. Todo el partido. Tal vez había hablado más que en toda su vida. Porque… tal vez su vida se resumía en ese partido y él era el primero que lo sabía.

“A este pibe lo tienen que poner en primera”, gritó un vitalicio con la voz entrecortada mientras yo, gracias a eso, bajaba de la platea. Y se me fue formando una sonrisa firme. Como la del Gallego en los entrenamientos de la pretemporada. Que olía algo más en el viento que solo pescado y mallas mojadas.