La previa de la Cumbre de Jefes de Estado del Mercosur, que se celebrará esta semana en Montevideo, llega cargada de electricidad política. El Gobierno argentino ha anticipado que no firmará la declaración conjunta si esta incluye condenas a las sanciones económicas de Occidente o si insiste en el proyecto de una “moneda común” impulsado por Brasil. En cambio, la Cancillería argentina lleva una postura disruptiva: exigirá formalmente la “flexibilización total” del bloque para poder iniciar negociaciones bilaterales de libre comercio con Estados Unidos sin el aval del resto de los socios.
Esta jugada coloca a la Argentina en el mismo bando táctico que Uruguay, que desde hace años reclama lo mismo para avanzar con China. Sin embargo, el objetivo de la Casa Rosada es diametralmente opuesto en lo geopolítico: mirar al Norte. La delegación argentina argumentará que el “Arancel Externo Común” es un corsé que asfixia la modernización de la economía y que impide aprovechar la sintonía ideológica actual con Washington.
La postura ha generado un fuerte malestar en el Palacio de Itamaraty. El gobierno de Lula da Silva ve en este movimiento un intento de vaciar de contenido político al bloque sudamericano, reduciéndolo a una mera zona de libre comercio precaria. Los negociadores brasileños advierten que, si Argentina avanza por la vía unilateral (“cortarse sola”), podrían volver los controles fronterizos estrictos y peligrar el comercio automotriz, vital para las fábricas de Córdoba y Pacheco.
El 2026 podría ser el año de la fractura o la refundación del Mercosur. Argentina apuesta fuerte: cree que el bloque regional, tal como funciona hoy, es un lastre proteccionista. La foto de familia de la cumbre promete ser protocolar, pero en las reuniones a puertas cerradas se juega el futuro de la integración regional de la próxima década.
